miércoles, 16 de octubre de 2013

Demasiada Realidad

De repente, lo vio. Tanto había soñado con ese momento, tantas noches había delirado con la muerte de ese frío acompañante que un destino tan casual lo tomó por sorpresa. Tantas noches había planeado lo que se improvisaría son guión. Y, de casualidad, todo había jugado a su favor: Se habían encontrado a solas, sin quererlo casi; Cada uno arma en mano, y puño en puño. Sus ojos se cruzaron: Los de Él, vivos, apasionados, con la inconfundible expresión que sólo los que hemos visto el odio con el corazón podemos percibir. Los del Otro, fríos y punzantes, casi apagados por un dolor netamente crónico. Ambos se miraban con hambre. Sus ojos se desorbitaban intentando penetrar la piel de su oponente, solo por alcanzar ese trofeo carmesí que sería el único alivio para esa insaciable sed de Muerte. Tal vez nunca entendieran lo que la Muerte significaría hasta haber caminado con ella estrechados de la mano. Sin embargo, no titubearían en dejar morir al otro, en dejarlo abrazar a esa tierna enemiga.
 Comenzaron a medirse con movimientos amenazadores, cual felinos a punto de degollarse entre ellos. Tal vez, si fueran felinos, jamás habrían llegado a este punto. Pero humanos nacieron y como felinos morirían, porque en sus venas corrían ríos de sangre animal, impulsiva y confundida. Él se acercó; Otro no retrocedió un paso. Muerte y Vida miraban desde una esquina de esa habitación tan oscura. Habían apostado cada cual a su favorito, pero ambas dudaban que fueran a ganar. Mientras, ellos se acercaban, ajenos a los azares de sus espectadores. Se iba acortando la distancia entre sus ojos, pero se distanciaban sus pechos, tal vez porque sus esencias no eran iguales, tal vez porque sus finales eran demasiado parecidos.
Y entonces sucedió. El corazón de Él se llenó finalmente de una ira irrefrenable, de un desprecio pestilente que calaba hasta sus huesos. Su dolor lo abordó a traición y dejó salir su lado más salvaje, su asesino interior, su maquiavelo personal. Otro no quedó atrás y quiso responder con la misma potencia. Y entonces, uno de ellos cayó. Cayó acallado, como cae un inmenso árbol: Con un ruido estremecedor, pero en silencio. Los verdugos que los observaban no daban crédito a sus ojos. Pero fue solo con la sonrisa satisfecha de Él que Muerte se retiró abatida por un nuevo desengaño. Vida sonreía con su ganador, mientras su oscura hermana se iba murmurando “Tal vez, el dilema de sus armas fue ser la misma cosa.” Y allí quedó el ganador, acompañado por su anónima guardiana, y por una sonrisa que ni siquiera las consecuencias de sus actos podrían borrar.

- ¡¡MARTÍN!! ¡¿Vos rompiste el espejo de mi habitación?!
- Lo siento, mamá. Me devolvía demasiada realidad.